VIAJANDO

Formosa: entre paisajes y cultura

Seguimos explorando la Argentina menos conocida. La que no aparece en las postales.
Formosa es una provincia pluricultural y multiétnica que conserva su identidad, y sus costumbres.

¿Por qué visitar Formosa? ¿Oíste mencionar a Las Lomitas, como la “Capital del Bañado La Estrella”? ¿Sabías que el Bañado La Estrella es el segundo humedal más grande de la Argentina y uno de los más importantes de Sudamérica?

Paisaje del Bañado de la Estrella, Formosa

En este artículo vamos a adentrarnos a una porción de la Argentina menos conocida, a un paraíso natural que está en boca de todos, captando cada vez más adeptos.

Se encuentra ubicado en el noroeste de la Provincia de Formosa y fue elegido como una de las Maravillas Naturales de la Argentina.

El Bañado La Estrella. Una de las 7 Maravillas Naturales de Argentina

Dicen que siempre hay una primera vez para todo; la magia de la primera impresión que hechiza, cala hondo y deja huella. Si hay algo que no se pierde y perdura es el recuerdo de una gran aventura.

Debo reconocer que previo a iniciar un safari fotográfico, investigo, planifico, me informo, y trazo rutas del destino que deseo visitar. ¿Qué tienen en común los lugares que visito por primera vez? Que siempre me aguarda una sorpresa. Eso vivencié en Formosa.

El Bañado la Estrella es un humedal natural que se forma por los sucesivos desbordes del río Pilcomayo, formando un conjunto de lagunas y esteros. Un ecosistema de excepcional belleza y un edén para los amantes de la naturaleza. La mejor época para navegar el bañado es de mayo a septiembre. Tiene algo fascinante que hipnotiza, y deja absorto a sus visitantes. Incluso a sus locales, porque en este rincón de Formosa cada atardecer nunca es el mismo.

Una de las razones para conocer este impactante lugar son sus “champales”, esos bosques inundados, con árboles muertos de pie en el agua, que muestran sus cicatrices y el paso del tiempo. Otros vestidos con enredaderas color verde esmeralda, habitados mayormente por cigüeñas Jaribú, Tuyuyú, y Boas Curiyú. Cientos de aves de distintos “idiomas”, colores y tamaños rayan el cielo y coronan el soberbio escenario con sus cantos y sus coreografías aéreas y por qué no, terrestres.

Son 400 mil hectáreas de lagunas, esteros, palmares y champales que la naturaleza ofrece al ecoturismo, ya sea desde el avistaje de fauna, o simplemente para sentarse mate en mano a observar y conectar con la extraordinaria sensación de ser parte de tan pintoresca belleza, en su estado más puro.

Ovejas y chivos que pastan por doquier, numerosos yacarés que se exhiben al radiante sol de la siesta, carpinchos con sus crías, corzuelas y más de 300 especies de aves bulliciosas y multicolores que entonan su propio repertorio, son los verdaderos protagonistas de un decorado colosal.

Aislado en la copa de los árboles más altos se destaca el Jabirú. El Jaribú es el Rey del bañado. Construye su fortaleza lejos de sus ruidosos vecinos. Es el ave voladora más alta de Sudamérica, de un metro y medio de altura que puede alcanzar los 3 metros de envergadura al desplegar sus plumosas alas de extrema suavidad; un ave tan grande y tan extraña que se asemeja a la era de los dinosaurios. Muchas culturas indígenas consideran que el Jabirú es un ser espiritual, como un mensajero entre los reinos humano y natural.

A pesar de su tamaño el Jabirú es una criatura cautivante, tímida, de profundos ojos negros, monógama, que permanece unida junto a su pareja durante toda la vida, criando a sus pequeños descendientes en privacidad. Su nombre significa “cuello hinchado” y se caracteriza por su bufanda color escarlata que actúa como indicador de su estado de ánimo. Cuánto más carmesí es su coloración, más irritada se encuentra. No tiene voz ni cantos; su modo de comunicación es a través de golpeteos de su enorme pico, a diferencia de sus vecinos parlanchines, pero su temple y su coraje se revelan con belicosidad a la hora de defender a su familia de intrusos no deseados. Sus largas y estilizadas patas, su elegante desplazamiento y su impresionante pico largo y negro convierten al Jaribu en un eximio y hábil cazador.

Así es el Bañado La Estrella: extensas ciénagas, un ecosistema anegado, monte tupido de vegetación extrema, palmeras altas y frondosas, cielo límpido de color azul profundo y un sol que quema. Es un festival para los entusiastas de la naturaleza y la fotografía.

Al amanecer o en el ocaso, un espectáculo de luces que mutan de los azules a los ocres vibrantes y dramáticos colorean el horizonte y convierten el momento del día en una experiencia religiosa.
Todas estas riquezas hacen que el Bañado La Estrella forme parte del Sistema Provincial de Áreas Naturales Protegidas de Formosa. Fue declarado zona AICA, por tratarse de una de las áreas más importantes para la conservación de las aves en Argentina.

Los atardeceres son mágicas puestas de sol. A la hora azul, me parece ver una estrella fugaz. Sin embargo la incredulidad deja paso a la realidad cuando me explican que pasó un tren satelital de esos que lanza Starlink, como si fuera el lanzamiento de un cohete al espacio.

Ruta Provincial 28. El Vertedero. Comunidad Pilagá “Campo del Cielo”

En las inmediaciones de la ruta provincial 28, a la vera de El Vertedero se escuchan distintas lenguas ancestrales, entre ellas el pilagá. En su cercanía conviven distintas comunidades originarias, que con sus tradiciones y costumbres convierten la zona en un destino étnico y multicultural. También en esta zona de Formosa residen comunidades como los wichis y los qom. En estas aldeas conviven numerosas familias orgullosas de sus acervos que se han transmitido de generación en generación.

En el pueblo Campo del Cielo, una comunidad ubicada a unos 30 km de Las Lomitas, se destaca la figura del Cacique Delfín García, máxima autoridad quien junto a su esposa Natividad y familia, habita en la Comunidad hace ya muchos años. Ellos son los guardianes del pueblo, donde conservan sus tradiciones.

Cuentan con escuela primaria, secundaria y terciaria donde se habla en lengua materna Pilaga, además del español. También con un centro de salud. Las casas en su mayoría son de adobe con el patio más grande que cualquier barrio privado desearía tener. A escasos pasos de la ruta, los más jóvenes forman equipos para disputarse un picadito en el potrero vecino. Claro que no se ven monopatines, ni aparatos electrónicos modernos. El monte se impone por sobre la fibra óptica rodeados de espinillos y algarrobos desmelenados.

Dos nenas de no más de 10 años juegan con collares de vueltas de fideos, fabricados por sus propias manos. No se ven muñecas rubias, ni las del tipo Barbie; en su lugar se escuchan risas cómplices y contagiosas. Más allá cuatro varoncitos de entre 5 y 8 años, se disputan la carrera de la tarde, empujando con una botella plástica la llanta torcida y maltrecha de una bicicleta que alguna vez fue parte fundamental de dicho medio de transporte. Nos encontramos cara a cara a mitad de camino. Nos presentamos con nuestros nombres. Me cuentan que estudian, que les gusta el cole, que juegan todo el tiempo que pueden… todo ello bajo la atenta mirada de su mamá, apostada en la puerta de la choza en actitud vigilante cual yaguareté que cuida de sus cachorros.

Me sentí una más, una infanta feliz de risotadas fáciles y conversaciones atropelladas y superpuestas. Nos sentamos en la ruta, sobre el asfalto caliente, las piernas cruzadas. La tierra tibia que levantaba la brisa de la tarde se pegaba a las mejillas. No podíamos parar de hablar, con esa avidez de querer contar todo al mismo tiempo:
–¡Carlitos, decile a qué grado vas!
–¿Vos, de qué cuadro sos?
–¿Y de dónde sos?
–¿Dónde dormís?

Las preguntas y respuestas se sucedían en milésimas de segundo, mezcladas, todos contra todos, un bochinche. ¡El más divertido que recuerde! Cerdos con sus crías, gallinas, cabras, todas las aves de corral conocidas nos rodeaban concentradas en su mundo. Fue difícil la despedida.

Más tarde, invitados por nuestro guía Carlos B. a conocer a su hermano de crianza, ingresamos a la casa de Vicente Domínguez y su esposa Hilda. Un gran patio de tierra con techo de lona que hace las veces de sombrilla para morigerar el sol abrazador de la siesta, nos recibió para una charla amena. Tienen 9 hijos, algunos viven lejos, siguiendo sus sueños. Otros aún permanecen bajo el mismo techo. Nos sentamos en un banco de madera de algarrobo, alrededor de una gran mesa.

Ubicado en la cabecera, Vicente tiene una mirada bondadosa, ojos pardos, y habla en forma pausada. La cadencia de sus palabras aquietan el reloj. Hilda no habla, pero observa. Sus ojos color almendra se posan fijos en los visitantes. Se sitúa cerca de su esposo y entrelaza las manos. Asiente con la cabeza ante cada afirmación de Vicente. Su piel curtida por la inclemencia del clima le suma años que no ha comprado. La espera, el silencio, son características en las comunidades Pilagá.

Cerquita, en la rama del árbol lindante, un loro de colores vibrantes se suma a la tertulia. Su intromisión nos recuerda el paso del tiempo y el fin de la tarde. Antes de partir, Hilda nos enseña sus trabajos de cestería con hojas de carandillo que crece de forma natural en el monte de Formosa. Cuando llega la hora de despedirnos, Hilda me toma de las manos, las envuelve en las suyas muy fuerte y me da su bendición. A veces, no hacen falta las palabras para conectar los corazones.

El Fortín La Soledad

El Fortín La Soledad es un pueblo pequeño de calles de tierra, distante a 70 km. aproximadamente de Las Lomitas. Es la puerta de ingreso para navegar el Bañado La Estrella.

Para ver el amanecer salimos muy temprano de Las Lomitas, cerca de las 5.30 am., en la 4 x4 de Carlos B. Después de dejar la ruta asfaltada, tomamos un camino de un ripio duro. La tierra seca se diseminaba a cada lado del camino y dejaba detrás una estela gris. De tanto en tanto pasábamos por delante de alguna casita de adobe, iluminada con una bombilla cálida, propia de la comunidad aborigen que vive en la zona.

Unos 45 minutos más tarde llegamos al Fortín La Soledad. El pueblo entero dormía, todos excepto Ismael, quien esperaba listo con su boina negra y su bichero, una caña larga que se usa para impulsar el bote en aguas poco profundas. De entrada nos sentimos como si nos conociéramos de toda la vida. Una de esas personas que te sonríen y te cambian el día. La noche todavía dominaba el paisaje, estaba oscuro, y fresquito. Ismael, quien había nacido en el Fortín 39 años antes, alistó el bote que nos llevaría aguas adentro.

Nos instalamos en la angosta embarcación equilibrando el peso y poco a poco nos deslizamos en las aguas oscuras. La negrura era total, y todo fue silencio. Las cámaras fotográficas y celulares, de nada servían. Quedaron por un buen rato inutilizados. Los sentidos se potenciaron y a partir de allí todo fue alquimia.

Poco a poco el canto de las aves y la presencia inminente de animales anunciaban que se acercaba el amanecer. Cerré los ojos, y me dejé llevar. En medio de la nada… nada podía hacer. Sólo conectar con un entorno natural excepcional en el corazón de Formosa. Entonces el tiempo se detuvo.

En el horizonte, el alba era inminente. Incontables palmeras “carandaí ó carandá morotí” que en lengua toba quiere decir palmera que crece junto al agua, se replicaban invertidas en un espejo natural. La retumbante superposición de parloteos y chácharas aviarias que surcan el cielo, semejan una muchedumbre en un estadio de fútbol. Sólo que en este escenario, el partido es la propia subsistencia de cada especie. Suben y bajan en búsqueda de alimento para sus polluelos o para sí mismas.

La mirada atenta del tero se mezcla con el clamor vigilante del chajá. Más allá y sin previo aviso, un grupo de vacas Rangus cruzan silenciosas ensimismadas en su mundo. Las lentejitas de agua, una especie de planta acuática verde en su exterior y rojiza en su parte inferior, se expande y tapiza el bañado cual alfombra persa. Debajo, sábalos y bogas escurridizas se escabullen de la mirada atenta de su último verdugo.

Aún con lagañas en sus ojos, un pequeño yacaré perezoso nos mira pasar. Indolente, continúa inmóvil en su cama suspendida. Osos homigueros, carpinchos y serpientes aún se esconden en la espesura del monte. Ellos siguen siendo los verdaderos dueños del lugar.

Ismael conoce cada rincón y cada secreto mejor guardado del lugar como la palma de su mano. Ofrece paseos por el Bañado y más allá por El Escondido cuando el caudal del agua permite adentrarse en sus entrañas. Nos cuenta que su esposa cocinará pescado. Sus 3 niños de 14, 9 y 2 años lo esperan con ansias para el almuerzo. Su voz es suave, pausada y los ojos le brillan cuando habla de su familia y su amado Bañado.

-Antes, cuando no usábamos el bote, íbamos caminando nomás o a caballo-, nos dice, mientras maniobra la caña clavada en el fango.
-Aquí se intenta transmitir un poco de esa maravillosa sensación, de contemplar la inmensidad-, agrega como si fuera una auto reflexión.

Su mamá vive a escasos metros y alquila una habitación para quienes quieren pernoctar en el lugar.

Como dice Pablo Córdoba, un reconocido fotógrafo formoseño, en su libro “Paisajes de mi Tierra”, en el Fortín La Soledad no hay hoteles de 5 estrellas, los hay de miles de estrellas.

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